Otras Fronteras, Otras Realidades. El Aprendiz de Brujo
Escribo “cosas” desde que estaba en el colegio, fue ahí donde me metieron en el cuerpo, más bien en la cabeza, el gusanillo de la escritura a base de darme premios de redacción. Recuerdo que cuando hice el Preuniversitario en el Instituto Beatriz Galindo de Madrid el catedrático de literatura era el importante poeta Gerardo Diego que, la verdad sea dicha, aparecía poco en clase. De las clases se ocupaba su adjunto, tan sólo de vez en cuando reunía a todos los grupos en el salón de actos e impartía una clase magistral. Era un señor muy severo. Una mañana de convocatoria sucedió lo impensable, oí como voceaba mi nombre y me ordenaba subir al escenario para hacerme leer un trabajo sobre el teatro español en el siglo XVII que nos había pedido. Yo, como casi siempre, me había salido del guión y en vez de hacer un análisis sistemático de sus características me había inventado una historia en la que recreaba el ambiente de una función de la época con su público, sus protagonistas y demás. Al subir al estrado me temblaban las piernas, pero pude leer mi texto y cuando terminé escuché emocionadísima las palabras del sabio profesor: “niña, sigue escribiendo, no lo dejes, tienes soltura para escribir”. Y no lo dejé. A lo largo de mi vida he escrito artículos para muchos medios, manuales de astrología, cosas para mí pero nunca “mi libro”, ese que dormía en el fondo de mi mente. Siempre tenía demasiado trabajo o me daba demasiada pereza o no sabía por dónde empezar. Cualquier disculpa para no reconocer que lo que tenía era miedo. Miedo a no ser capaz.
He tenido que cumplir muchos años y vivir mucha vida para llegar a la conclusión de que era el momento de compartir mis experiencias y mis conocimientos, aunque sean pocos, con aquellas personas interesadas en estos misterios. Sobre todo con los jóvenes que están más dispuestos a abrir su mente a otras dimensiones, que todavía no han perdido la curiosidad. A pesar de mis buenos propósitos aún tuvo que aparecer Laura Falcó de editorial Planeta para poner fecha de entrega a mi primer libro y el gusanillo de la escritura se despertó y empezó la carrera contra reloj, las noches largas de escritura, el romper páginas y volver a escribirlas, el disfrute y la desesperación, en fin, todas las emociones que se alternan a lo largo de la gestación y el parto de una obra.
Cuando terminé me dispuse a disfrutar del reposo del guerrero, había podido contar lo que quería, cumplir mi objetivo, ya podía dormir tranquila, pero no fue así, el gusanillo no había vuelto a coger el sueño y se removía inquieto en mi interior; para colmo Laura Falcó volvió a hacer acto de presencia, en plan diablo tentador, dispuesta a poner fecha a otro libro y para acabarlo de arreglar empecé a recibir mensajes urgentes desde el Más Allá. No tenía derecho a dormirme en los laureles, debía seguir escribiendo, todavía tenía cosas que decir y debía decirlas. El Más Allá estaba dispuesto a complicarme la existencia. Me resistí lo que pude, me busqué mil excusas, trabajo, consulta, clases, es decir “miedo” , de nuevo miedo a no ser capaz, dudas, angustias; un come, come que no me dejaba dormir. Y así, de esta manera, empezó todo.
Capítulo 1. De nuevo en la Frontera
Así empezó todo
Hacía ya unos años de mi regreso a Madrid y había conseguido adaptarme más o menos al medio. Mi marido ya era ex. Mi matrimonio había sido anulado en Roma y era madre soltera con dos niñas a mi cargo, situación no muy bien vista en aquellos tiempos. Terminaba unos estudios y empezaba otros con una gran impaciencia por aprender, y tenía en marcha mi consulta de tarot. El viejo piso amueblado donde vivía por entonces era una casa abierta en la que entraban y salían los amigos, crecían mis hijas y pasaba consulta.
Era invierno, había logrado quedarme sola en casa una tarde de domingo y la estaba disfrutando a base de escribir poemas para niños y divagar sobre mi vida y mi futuro. En la mesa, una máquina de escribir y mi bola de cristal. Miraba la bola distraída, sin pensamientos definidos, cuando alguien «se coló» en ella y presté atención.
Era un señor de unos sesenta años, con un aspecto estupendo pero un poco antiguo, una cara inteligente y unos ojos para no olvidar. No lo conocía de nada.
Me quedé muy sorprendida, no lo había invocado ni, por supuesto, lo esperaba.
El señor parecía divertido y, muy cortés, se presentó.
—Soy José Navarrete, diputado en las Cortes españolas y espiritista. —Al ver mi cara de asombro, continuó—: Veo que no estás muy al día en cuestiones de historia familiar.
Me recuperé un poco de la sorpresa y me atreví a decir:
—Ya que vamos a hablar un rato, ¿puedo llamarte tío? El señor asintió sonriente, antes de ponerse serio e iniciar una larga perorata. Me vino a decir que había llegado el tiempo de transmitir mis conocimientos a las personas dispuestas a aprender. Que estaba perdiendo el tiempo distrayéndome con cosas menos importantes.
—Pero si ya estoy enseñando tarot —exclamé.
—Sí, eso está bien, pero sólo es el principio. Debes seguir profundizando. Has tenido la suerte de que un chamán te eligiera y te enseñara. Tu chamán era un nahual, deberías recordar algo que te dijo: «Un nahual tiene la seguridad de que los humanos son seres extraordinarios que viven en un mundo extraordinario, por lo tanto ni el ser humano ni el mundo deben ser aceptados como corrientes, anodinos, previsibles y sin brillo. Un nahual tiene la misión de ayudar a sus aprendices a considerarse a ellos y a su entorno como realmente son: extraordinarios, asombrosos.»
En efecto, eran las frases que don Diego pronunció una de las pocas tardes de «clase teórica».
—Tío José, ¿tú cómo lo sabes?
Mi tío, o lo que fuera, soltó una carcajada y añadió:
—Aquí no existe el tiempo. Empecé a angustiarme, no me veía capacitada para convertirme en maestra, no sabía lo suficiente.
—Pues aprende. Lee, estudia, experimenta. ¿No enseñas tarot? Porque no lo parece. El tarot es una filosofía de vida, no basta con desentrañar sus símbolos; los arcanos son arquetipos vivos que debes incorporar, viven en tu inconsciente, activa el que necesites. El Ermitaño es el tuyo, según dices, pues ponte su capa, coge su farol y busca conocimiento.
Me quedé atónita, este señor sabía muchas cosas de mí. Claro que el Ermitaño era mi arcano favorito, con el que intentaba identificarme, el que aparecía con frecuencia en mis sueños y me hablaba a veces, dejándome hecha un mar de dudas.
El tío José debió captar mis pensamientos, porque, ante mi cara de asombro, le entró la risa y continuó:
—No puedes guardar lo poco o mucho que sabes para ti, sería una manera muy egoísta de enfocar tu vida. En el mundo se está produciendo un cambio de paradigma, una lenta transformación de la conciencia, y mucho me temo que tu obligación es colaborar en esa transformación enseñando lo que sabes a quienes quieran aprender.
—Pero si quien tiene que seguir aprendiendo soy yo. ¿No me puedes enseñar tú, que eres espiritista y sabes tanto? —exclamé.
—Ah, no, niña, la etapa de los maestros ha terminado para ti, ahora te las tienes que arreglar tú solita —dijo, y desapareció.
Me quedé atónita, mirando la bola, incapaz de procesar de manera coherente todo ese «paquete» de información recibido de forma tan imprevista. Había caído la noche y mis niñas no tardaron en llegar con sus voces, sus risas, su cuidadora y su perro. Y regresé a la realidad cotidiana.
El anciano del bosque
Esa noche tuve un extraño y enigmático sueño. Yo era una peregrina, andaba sola entre otros muchos caminantes por un sendero bordeado de grandes árboles, un hermoso y verde bosque. Se respiraba un aire limpio y templado. Iba a buen paso, centrada en el ritmo de mi respiración, ensimismada en los aromas y los sonidos de la naturaleza, disfrutando, cuando me percaté de que estaba sola en el camino, el resto de los peregrinos habían desaparecido; la luz disminuía a ojos vistas y no tenía albergue para pasar la noche. El bosque era otro, mucho más amenazador, y empecé a sentir miedo. Tranquilidad, Paloma, me dije a mí misma, la Tierra es tu aliada, te dijo tu chamán, y no te va a fallar. En fin, pensé, será cuestión de encontrar un buen rincón para dormir y mañana seguir mi camino. Lo curioso es que sabía que debía continuar mi viaje pero desconocía mi destino. Me adentré en la espesura y entre los árboles divisé una pequeña luz. Un albergue, pensé esperanzada, y aceleré el paso. En efecto, una pequeña casa se alzaba un poco más allá. Llamé a la puerta sin dudarlo, y en el umbral apareció un anciano barbudo envuelto en una capa, sus ojos azules eran amables.
—Buenas noches —saludé—, me he perdido. ¿Me puede indicar algún lugar donde poder pasar la noche?
—Pasa, pasa, no te quedes ahí —me indicó, haciéndome entrar en un agradable salón con un buen fuego de olorosa madera—. Esto es un albergue, aunque a él lleguen pocos peregrinos. Está muy escondido y su luz no llega lejos. Siéntate, siéntate. Tendrás hambre, ¿no?
En ese momento me di cuenta de que estaba hambrienta.
—Sí, señor —respondí.
—Eso tiene fácil arreglo. —Y en un gran bol, que sacó de alguna parte, sirvió un buen cucharón del contenido del puchero suspendido sobre el fuego de la chimenea. Me lo ofreció humeante y se sentó frente a mí. La verdad es que el guiso olía de maravilla y me dispuse a dar buena cuenta de él—. ¿De dónde vienes, hija, y adónde te diriges?
Su pregunta me dejó confusa. Me di cuenta de que no podía responderle, no me acordaba de nada, tan sólo sabía que caminaba hacia un lugar al que era necesario llegar, pero el resto se había borrado de mi memoria.
—No puedo decirle, estoy un poco despistada —respondí, un tanto avergonzada.
—Bueno, bueno —murmuró como hablando consigo mismo—. Al menos estás aquí, algo es algo.
No comprendí muy bien lo que quería decir, así que pregunté:
—¿Por qué es importante que haya llegado aquí?
—Pues porque has sido capaz de ver la luz de mi casa y dirigirte hacia ella sin miedo. No todos los caminantes lo hacen, tú debes de ser una buscadora, y si es así no te quedará más remedio que seguir viaje.
—Pero ¿hacia dónde?
—No te preocupes, el viaje es largo y en él habrá muchas estaciones, pero si no tomas atajos el camino te llevará a donde debe, te lo digo yo, que he viajado mucho. Todo es cuestión de aprender, a eso hemos venido.
—¡Si no paro de estudiar! —exclamé.
El anciano se rio hasta que se le saltaron las lágrimas.
—No se trata de empollarte todos los libros, es otra cosa, se trata de incorporar a tu vida lo que estudias, de experimentar, de interiorizar y entender lo que vives, de no conformarte con la pequeña realidad, de ampliar tu visión de otras realidades, de concebir el mundo como es y no como se presenta. En definitiva, de sacar partido a lo que eres como ser humano. Así, cuando llegues a mi edad sabrás un poco más y también habrás descubierto adónde te dirigías.
El anciano se acercó a mí, tomó el bol vacío de mis manos, me tocó la frente y... sonó el despertador, qué oportuno. Era lunes, las siete y media, había que ponerse en marcha.
Recordaba el sueño perfectamente, hasta tenía en la boca el sabor del delicioso pote y en mi mente todo lo que el anciano había dicho. Durante el viaje al trabajo le di vueltas y vueltas en la cabeza, y en cuanto llegué al laboratorio lo escribí para no olvidarlo.
Una experiencia imprevista
La visita del espiritista y el sueño con el anciano me dejaron muy conmocionada, pero preocupaciones más inmediatas reclamaban toda mi atención. Las niñas, sus estudios, el laboratorio, la consulta y mis contactos con el Más Allá, que cada vez eran más frecuentes, exigían todo mi tiempo, aunque al fin y al cabo vivía en este mundo y tenía una vida social, de modo que decidí acudir a una reunión muy «mundana» en casa de unos conocidos. Realmente no sé muy bien si había sido invitada como elemento exótico, para dar un toque original a ese festejo burgués. Me puse mis mejores galas, que eran pocas —pasaba por una etapa de vacas un poco flacuchas— y me presenté a la hora convenida con los bombones de rigor, en un estupendo piso del Madrid antiguo. Me abrió la puerta una doncella uniformada, y mientras le entregaba el abrigo vi a una señora enlutada sentada en una esquina del espacioso hall. Me sorprendió su presencia y mucho más lo que me dijo —«He de hablar con Margarita, es urgente»—. No podía detenerme, debía seguir a la doncella rumbo al salón, saludar a los dueños de la casa, ser presentada a los desconocidos y entablar triviales conversaciones con unos y con otros.
Margarita nos dio una cena excelente y después de cenar, con mucha habilidad llevó la conversación a mi terreno. Había llegado mi hora, qué le vamos a hacer. Unos eran firmes creyentes en las capacidades extrasensoriales, otros eran acérrimos de- fensores del racionalismo más cartesiano, algunos habían tenido experiencias extrañas. En una reunión tan numerosa había ejemplares para todos los gustos. Yo escuchaba, asentía, discrepaba, defendía; en realidad intentaba hacer tiempo hasta la hora de irme para no tener que actuar, ya había pasado el sarampión del protagonismo. No hubo suerte, la anfitriona insistió:
—Anda, dinos algo, Paloma. ¿Es verdad que puedes ver el futuro o las cosas que han pasado en nuestras vidas? ¿Puedes ver a los espíritus? Tenía frente a mí un «jaibolito» (En América, bebida consistente en un licor mezclado con agua, soda o algún refresco que se sirve en vaso largo y con hielo) que hacía las veces de bola de cristal, y en ese momento apareció la señora enlutada.
—He de hablar con Margarita —me repitió.
En vista de la urgencia del mensaje me decidí a intervenir.
—Tengo delante de mí a una señora vestida de negro, tiene unos ojos muy azules, una alianza en el anular izquierdo, unas gafas colgadas de una cadenilla y es francesa.
—Es mi madre —exclamó Margarita totalmente alterada—. No es posible, mi madre murió hace diez años, siempre vestía de negro, de luto por la muerte de mi hermana. Pregúntale qué quiere.
Volví a concentrarme en mi whisky y la señora continuó:
—Tenéis un buen lío con la testamentaría de tu padre, tu hermano está barriendo para casa, para la suya, tiene más información que tú, pero no toda. Desgraciadamente tu padre dejó todo muy mal organizado, pensaba que era inmortal.
En ese momento, al marido de Margarita, que se había mantenido en el sector de los escépticos, se le despertó un enorme interés por su suegra. Me dio la impresión de que antes, estos dos no se habían llevado demasiado bien.
—Pregúntale si sabe algo más, si podemos defendernos de Guzmán.
Volví a mi concentración y vi cómo la señora sonreía.
—¡Ay, hijo, cómo te gusta el dinero! A eso he venido. Margarita busca desesperada unos papeles en los que su padre expresaba su voluntad de que esta casa y ciertos valores fueran para ella; no es un testamento, pero pueden servir. Mira esta llave, la ha extraviado, pero está en la casa. En el mueble que abra esta llave están los papeles. Si quiere heredar, que ponga algo de su parte. Yo ya he cumplido y puedo irme. Por cierto, Paloma, no olvides la visita del diputado Navarrete ni lo que te dijo —añadió antes de despedirse.
Los asistentes guardaban silencio y los anfitriones poco menos que se abalanzaron sobre mí, preguntando ansiosos cómo era esa llave. Se la describí lo mejor que supe y hasta se la dibujé. En cuanto tuve ocasión me despedí de todos, agradecí a los dueños de la casa tan agradable velada y me marché en compa- ñía de un invitado que se ofreció, encantador, a llevarme a casa.
¿Quién dice que la casualidad existe?
A Enrique, mi chevalier servant de aquella noche, le acababa de conocer. No se había inmutado con el relato de la señora, pero, no sé por qué, iba muy intrigado con el diputado Navarrete. Me hizo gracia y le conté la visita de mi tío. Y, mira por dónde, él era espiritista. Se ofreció a investigar un poco, tenía acceso a mucha documentación y me prometió noticias en breve. Antes de dejarme en casa me advirtió: «No eches en saco roto las advertencias de tu pariente, no desperdicies tus talentos.»
Eran muchos avisos, y todos apuntaban a complicarme la vida. A los pocos días recibí a Margarita en la consulta. Venía a darme las gracias por mi ayuda, la llave había aparecido, los papeles existían, el hermano Guzmán estaba furioso, su marido exultante y ella feliz por seguir en casa de sus padres.
—A veces huelo el perfume de mi madre —me dijo—, la siento cerca de mí. Mi pobre madre, que sufrió lo suyo.
Le pregunté por Enrique, pero no sabía nada de él desde la noche en su casa.
—Enrique es muy misterioso —añadió—, aparece y desaparece.
Pensé que el buen señor había olvidado al espiritista, hasta que sonó el teléfono y pude escuchar una sorprendente información. José Navarrete fue uno de los diputados que, cuando se instauró la I República en España, presentó a las Cortes Constituyentes, en 1873, una proposición para que el espiritismo fuera aceptado como materia en el sistema de enseñanza. Y con esta proposición el espiritismo adquirió el nivel de estudio científico y universitario. Desgraciadamente, el golpe de Estado de 1874 terminó con esta iniciativa.
Resulta que el «tío José» había vivido en este mundo y dejado en él su impronta.
—Paloma, una vez más te digo, no eches en saco roto las peticiones de tu visitante. Nos veremos.
Y en efecto, nos vimos muchas veces. Fuimos muy amigos hasta que pasó al Otro Lado.
...